lunes, 22 de noviembre de 2010

La niña de la diadema roja.

Llevaba una diadema roja. La vi a través de la lluvia y los cristales, la diadema sobre el pelo corto y negro, emulando a blancanieves. Apenas llegaba a la mesa, apoyaba los codos en posición de escalada, más que de reposo. Inmóvil, dos coloretes rojos prendiendo fuego a una piel blanquísima, leía.
Leía sin levantar la vista, sin moverse, sin pausas, en una habitación amarilla. No era un libro de colores y formas, de los que esconden dragones y príncipes de hojalata, bajo castillos que se levantan al tirar de una flecha roja.
El libro era el Principito y era Veinte mil leguas de viaje submarino, era el Libro de la Selva y era Peter Pan. No los firmaba disney y tenían mas palabras que dibujos. Los ojos, aunque estaban muy lejos, en otros mundos, mecidos por las palabras y la brisa de los sueños de nuncajamases y planetas lejanos con corderos, no estaban ausentes. Brillaban mucho más que las farolas, y las primeras luces de navidad colgadas en las casas vecinas, iluminaban el cuarto y el mundo si cabe, si el mundo era listo y estaba mirando.
Leyó muchas horas, y yo la mire desde otra casa, veinte años mas vieja, tomándole el pulso a sus sueños. Las pocas veces que levantaba la vista no salia de del libro, sólo buscaba espacio para imaginar la historia. Pasó todas las paginas. Todas. Y al llegar a la última cerró el libro despacio, levantó la cabeza y me vio, a dos ventanas de distancia. Y yo sentí vergüenza al ver sus ojos y no saber sostenerle la mirada, después de tantos años sin vernos, sin verme. Quizás hubiera sido mas fácil si me hubiese convertido en la mujer que esa niña soñó ser.